Cada vez le doy mayor prioridad a hablar con los muertos. Es de mala suerte hacer bibliomancia con los vivos, dice un amigo. Las respuestas del Más Allá suelen ser breves, por lo común en verso. Aunque el panteón de la literatura parecería ofrecer un sinnúmero de posibilidades, sólo ciertas páginas nos llaman y reaparecen en instantes donde no nos encontramos leyendo.
Algo de epitafio hay en los epígrafes. En el último libro que escribí, seleccioné para el capítulo de cierre parte del Canto LXXXI de Ezra Pound: “Lo que amas permanece / el resto no es nada. / Lo que amas no te será arrebatado”. ¿Es el miedo en lugar del amor lo que brinda ese sentido lapidario al poema? Cada novela es una tumba. Ya no soy la que escribió esa historia, pero me sigo cuestionando qué permaneció.
El año pasado cumplí treinta y el inicio fue espantoso. Perdí las pocas certezas que conservaba. Dejé de creer en lo que creía, mi vínculo con la fe se volvió literario. Me convertí en esa persona ridícula que en las fiestas toma cerveza sin alcohol. Mis excesos cambiaron: padecí un esguince por correr más de la cuenta. “Matamos lo que amamos. Lo demás / no ha estado vivo nunca.”, escribió Rosario Castellanos en un poema que leí noches atrás. Quizá esa clase de textos son poco recomendables antes de dormir. En la voz tenebrosa que elabora Castellanos vibra lo perpetuo, el odio y la sabiduría.
Este año cumplí treinta y uno. Debo admitir que no extrañé en lo absoluto el tumulto de la celebración. Ese día fui con mi pareja a Yaxchilán, cerca de la frontera con Guatemala. Luego de meses de rehabilitación, mi tobillo me permitió moverme por las escalinatas. A cierta hora, fuimos los únicos en ese sitio donde abundan los dinteles y el pasto que se abre camino entre las piedras. Bajamos y subimos por horas. El entusiasmo me hizo prestarle poca importancia al desgaste físico. Si el año anterior alguien me hubiera dicho que lograría caminar tanto, me habría burlado por el comentario. Creía tener muy claro quién era a través de mis hábitos: jamás me levantaría en la madrugada para recorrer kilómetros a pie. Imaginarme en la selva lucía inverosímil.
En otro sitio arqueológico, para subir los templos resultó útil no mirar a mis espaldas sino prestar atención a los pasos que realizaba en diagonal. En épocas prehispánicas, andar de esa manera -en lugar de en línea recta- además de cumplir un sentido práctico, era considerado un acto de respeto a los dioses. Es un arte saber que el pasado existió sin que su peso me desequilibre o arrebate de mi trayectoria, que fui distinta y sigo siendo.
La única ocasión en que hablé con mi abuelo paterno sentí un vértigo similar al de hallarme en una altura inusitada. Me dijo que dejara de buscar a hombres como él que, en lugar de llorar, bebían. Mi abuelo murió por su alcoholismo. “Matamos lo que amamos. Lo demás / no ha estado vivo nunca.”, dice Castellanos. El eco de Ezra Pound surge de otro aliento: “Lo que amas permanece / el resto no es nada. / Lo que amas no te será arrebatado”.
Que los muertos nos sigan confrontando.