Señoras con estilo en un domingo de resaca
En una semana habrán pasado cuatro meses de sobriedad. Lo escribo como una serie de indagaciones, no en un sentido de restricción permanente. Dejé de tomar alcohol poco después de cumplir treinta, cuando el mundo comenzó a parecerme agobiante. Quería tomar decisiones de la manera más clara posible. Eso me llevó a cuestionarme qué entiendo por claridad. “Pesados los escritores…”, diría un amigo, “le dan mil vueltas a lo simple, en exceso”. En mi paréntesis sobrio, empecé a leer compulsivamente libros sobre el alcohol. Black out, de María Moreno, inauguró mi consumo de literatura alcohólica. En él, la autora argentina escribe acerca de un hombre que, dentro de un ómnibus, incomoda a los pasajeros por su olor a borracho y llevar consigo una jaula para pájaros:
Una vieja que iba sentada en el asiento reservado […] le preguntó qué llevaba […]. El hombre respondió: una mangosta. La necesito porque, como soy curda, no puedo separarme de ella, si no ¿quién se comería las víboras? Un policía le preguntó cuáles víboras. Las del delirium tremends, contestó. Pero esas víboras no son verdaderas, le dijo una chica con delantal blanco. Entonces el hombre levantó una punta del trapo para mostrar que la jaula estaba vacía. Tenía un aspecto radiante cuando dijo: ¡pero esta mangosta tampoco es verdadera![1]
Hay una fuerza en esa historia que me hace saber sin entender. Es decir, intuyo un misterio en aquel hombre más allá de lo correcto o incorrecto. La mayoría de la gente vivimos con mangostas, pero evitamos desmantelarlas para su observación. Es cómodo. “A los escritores les gusta azotarse analizando hasta sus uñas”, diría mi amigo. He pensado que no beber me ha permitido observar con detenimiento esas criaturas invisibles. Quizá eso es la claridad, un truco mágico de la abstinencia.
Recién conversé con Mercedes Alvarado, escritora que admiro y estimo, alrededor de la poesía y el alcohol. Esa charla me hizo concluir que el deslumbramiento de la sobriedad no existe sin una historia de consumo previo. El contraste es un privilegio. Los viernes por la noche, por ejemplo, resultan distintos sin el cascabeleo del vino o un par gins. El mundo se aprehende de otras formas. A veces aburridísimas, debo admitir.
En ocasiones echo de menos la adrenalina de mezclarme entre gente y vasos. Una de las mejores experiencias de mi vida ha sido entrar a una discoteca de Barcelona porque, de visita en la ciudad, me enteré que TR/ST mezclaba ese sábado. Puse un pie en aquel sitio a la una de la mañana y salí pasadas las cinco, sintiendo que no tenía piernas por haber bailado tanto y con la euforia-souvenir que una se cuelga tras besar a personas que nunca volverás a ver. A colación, me viene a la cabeza un poema de Cristina Peri Rossi, en él que dice: “¿Será posible que aquí también / entre falsos pelirrojos / y lesbianas sin pareja / te sientas otra vez una extranjera?”.
Ayer fui a una exposición de Vivian Maier. Mis altas expectativas hicieron que me decepcionara o a lo mejor fueron las fichas que enfatizaban su constante precariedad y cómo su oficio fotográfico estuvo determinado por ello. Disfruté los retratos de una mujer con un gato negro, de ancianos y ancianas. Hay en la vejez un enigma, más allá de la muerte o el aniquilamiento, que aunque asusta, me interpela. El domingo siguiente a mi salida a la discoteca, el verano pasado, desperté por la tarde y fui a caminar al barrio de Sarria. A metros de la banca donde me instalé, pasaron dos mujeres mayores. Imposible ignorar su rectitud al moverse, sus gafas, el labial rojísimo y las sandalias que traían puestas. Tomé fotos con una cámara que no era mía (le perteneció a la exnovia de mi novio, pero esa es otra historia) y seguí presenciando los segundos de existencia que esas señoras regalaban. Me pregunté si, cuando tenían mi edad, ya eran amigas, si habían ido de fiesta o nunca lo hicieron. Si esa tarde al llegar a su destino se servirían café o cava. Luego de medio año de aquel suceso, veo las fotos desde otro país, desde un estado físico y geográfico diferentes. De nuevo, me interrogo por la claridad y la abstinencia, no en términos indisolubles ni apologéticos, sino con el afán de un experimento, igual a un lente que modifica el campo de visión. Esas mujeres que se cruzaron conmigo, una domingo de resaca, cambiaron algo profundo en mí con sus pasos, aunque en este preciso instante no lo elabore con la razón: no lo entiendo, pero lo sé.
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P.D. La próxima semana, el miércoles 8 de mayo, por Zoom iniciamos taller de Poesía y alcohol a través de Malabar Editorial. Entre las poetas que leeremos se encuentran Cristina Peri Rossi y Mercedes Alvarado.
INFO al correo sabina.orozco.1993@gmail.com
En CDMX también arrancamos el jueves 9 de mayo Poesía para corazones rotos, taller presencial en Casa Tomada.
[1] María Moreno, Black out, Random House, Colombia, 2018, p. 10.